jueves, 12 de enero de 2017

Más raros que un perro verde. Extravagancias de los escritores.

Los escritores son gente normal. Os lo juro. Aunque se inventen historias, aunque vivan de contarte mentiras, no dejan de ser personas como vosotros o como yo. Se levantan, trabajan, se van de vacaciones, ríen, lloran… Y, como todas las personas normales, tienen manías. ¿O es que acaso vosotros no tenéis costumbres raras? ¿No salís de casa con el pie derecho? ¿No os ponéis la misma camiseta siempre que tenéis un examen importante? ¿No os rascáis la nariz cuando estáis pensando? Bueno, claro que hay rarezas y rarezas, no todo el mundo canta una saeta antes de irse a dormir, pero quien más quien menos tiene una manía que le avergüenza contar.

Los escritores, como son gente normal, tienen sus manías, pero si nos ponemos a investigar descubriremos que entre ellos hay auténticos bichos raros que sólo pueden escribir si cumplen con un determinado rito. Y la cosa va más allá de lo que podáis imaginar. ¿Creéis que sois raros? Pues preparaos.


Tullio Pericoli un escritor ante su máquina de escribir

Si tuvierais que escribir una novela, ¿dónde lo haríais? ¿En una mesa en vuestro cuarto? ¡Aficionados! El escritor estadounidense Raymond Carver, famoso por sus relatos, solo podía escribir sentado en su coche. También escribía relatos John Cheever, al que le gustaba hacerlo sentado en su cocina, en calzoncillos (se trata de estar cómodo, ¿no?). Mucho más conocido es el escritor y periodista Truman Capote, autor de Desayuno con diamantes, que escribía tumbado en el sofá de su casa, con una copa en la mano. También escribía tumbado, pero en la cama, Ramón del Valle-Inclán.


Pero no sólo importa dónde se escribe, sino la decoración. Charles Dickens, probablemente el más grande autor inglés después de Shakespeare, necesitaba colocar los muebles con una disposición especial: la mesa junto a la ventana, y sobre ella siete objetos, siempre los mismos, a saber: un jarrón de flores frescas, la pluma y el tarro de tinta, un abrecartas, dos estatuillas de bronce, y una bandeja con un conejo sobre ella.

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Truman Capote inspirándose. (Fuente)

Hablando de objetos, algunos escritores necesitan alguna cosa, una especie de amuleto, para conseguir la inspiración necesaria. Ernest Hemingway llevaba siempre en el bolsillo una pata de conejo y una castaña de indias, convencido de que atraían a las buenas ideas. Por si eso fuera poco, sólo podía escribir de pie, y cuando terminaba una obra era capaz de reescribirla hasta 30 veces. Se ve que era un poco perfeccionista. Con este método consiguió ganar el premio Nobel.

También ganó el Nobel el colombiano Gabriel García Márquez, que necesitaba tener cerca una flor amarilla para poder concentrarse. Lo mismo le pasa a la chilena Isabel Allende con las velas. Por cierto, Allende empieza todas sus novelas un ocho de enero. Algo más extraño es el peruano Mario Vargas Llosa, que llena su escritorio con figuritas de hipopótamos (sí, hipopótamos). También necesitaba ver animales la estadounidense Gertrude Stein, aunque vivos. Sólo se inspiraba mirando vacas.

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A Hemingway le gustaba el vino, los toros y... bueno, eso. (Fuente)

Existen otras maneras de inspirarse. El francés Stendhal (su verdadero nombre era Henri Beyle), cuando no sabía qué escribir, leía el Código Penal napoleónico. Algo ligerito, para relajarse. ¿Queréis algo más entretenido? El belga George Simenon elegía los nombres de sus personajes leyendo la guía telefónica. Teniendo en cuenta que escribió más de 200 novelas, le dio para acabar una guía enterita. Por cierto, este autor ya tuvo rarezas desde pequeño. Nació un viernes 13, pero sus padres lo inscribieron como nacido el 12, por superstición.

Pero en cuanto a inspiración, el premio se lo lleva el argentino Roberto Bolaño. Mientras que la mayoría de autores busca la tranquilidad, Bolaño escuchaba música heavy metal a todo volumen con unos auriculares.

¿Cuál es la jornada laboral de un escritor? Teniendo en cuenta que no tienen un jefe que les controle, se podría pensar que no es un trabajo muy sacrificado. Pero algunos escritores llevan una disciplina realmente espartana. El japonés Haruki Murakami se levanta a las cuatro de la mañana y escribe durante seis horas. Luego descansa, y por la tarde corre diez kilómetros (a veces, nada 1500 metros), lee y escucha música. Se va a la cama a las nueve. Es capaz de mantener este ritmo durante meses.


Este es Murakami corriendo. Esta novela será buena. (Fuente)

No se quedaba atrás Isaac Asimov. Este especialista en ciencia-ficción trabajaba ocho horas al día, fines de semana y festivos incluidos. De esta manera conseguía un ritmo de 35 páginas diarias. Todo lo contrario era Gustave Flaubert, el autor de Madame Bovary, que necesitaba 10 horas para producir una sola página. Pero en cuanto a horas, pocos podrán superar a Honoré de Balzac. Este escritor francés del siglo XIX escribía en jornadas de hasta ¡18 horas seguidas! Eso sí, tenía que ser a partir de medianoche. Para conseguirlo tomaba hasta 50 tazas de café. Además, para concentrarse, se vestía con una especie de hábito de monje, de color blanco. Conforme iba escribiendo, dejaba caer las hojas sin ton ni son. Su criado se encargaba de recogerlas y llevarlas a la imprenta. Los impresores, que debían reordenarlas, le tenían un gran aprecio. Escribió más de 100 novelas.

Si Balzac se vestía de monje blanco, su compatriota Alexandre Dumas, autor de Los tres mosqueteros, usaba una sotana roja y sandalias siempre que escribía. Pero el más original era Victor Hugo. El creador de Los miserables escribía desnudo. Pero no lo hacía por comodidad, sino porque tenía problemas de disciplina. Entregaba su ropa a sus criados, que tenían órdenes de no devolvérsela hasta que no pasara el tiempo acordado, aunque él mismo se la pidiera.


Balzac con su túnica blanca manchada de café. (Fuente)

¿Tenéis ganas de más? Venga, una ronda relámpago de rarezas. Arthur Miller rompía todo lo que había escrito durante un día entero y se quedaba sólo con las frases que quedaran enteras. Pablo Neruda escribía con tinta verde. Dan Brown (el de El código Da Vinci) hace pausas para hacer flexiones. Thomas Mann redactó (y firmó) un contrato con sus hijos para que se mantuvieran en silencio mientras él trabajaba. ¿Mi favorito? El canadiense Saul Bellow. Le interrumpían a menudo, así que para recuperar la concentración se ponía a hacer el pino en su despacho.

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