A todo el mundo le fascina el
antiguo Egipto. Es misterioso, exótico, sus monumentos son impresionantes.
Napoleón no fue una excepción. Aunque escondía intenciones más prácticas,
gracias a él (más o menos) pudimos descubrir muchas cosas hasta entonces
desconocidas sobre el país de los faraones. Sin ir más lejos, su misteriosa
escritura. Los jeroglíficos, esos dibujitos grabados en las paredes de los
obeliscos en los que hay pájaros, hombrecitos, soles…
Vamos a aclarar las cosas. La
escritura de los egipcios es más compleja de lo que parece (y ya parece la
leche de compleja). En realidad, hay tres tipos de escritura: los jeroglíficos
propiamente dichos; la escritura hierática, que era una forma abreviada de la
jeroglífica usada para textos religiosos; y la demótica, que a su vez
simplifica la hierática, y se utilizaba sobre todo para asuntos cotidianos.
Pajaritos, hombrecitos, barquitas... (Fuente)
La escritura jeroglífica es una
forma extraordinariamente complicada de expresar sonidos, palabras y conceptos.
Había signos que representaban un sonido, o una letra, o una sílaba, o dos, o
tres, o palabras y expresiones enteras. Además, son antiguos. Muy antiguos. Para que os hagáis una
idea: cuando nació Cleopatra, la última reina de Egipto, ya hacía más de 3000
años que se usaban los jeroglíficos. O sea, que hasta hoy en día han pasado
¡más de 50 siglos!
Estaréis pensando qué tiene que
ver Napoleón con todo esto. Ya está, os diréis, al sabelotodo este se le ha ido
la cabeza. Bueno, pues resulta que como los jeroglíficos son tan increíblemente
complicados de entender, hasta finales del siglo XVIII nadie tenía la menor
idea de cómo se leían. Y fue entonces, en 1798, cuando Napoleón llegó a Egipto
con un gran ejército. ¿Su objetivo? Hacerles la puñeta a los ingleses en
lugares estratégicos en África. ¿Lo consiguió? No. Pero le permitió ganar
poder. En esta época, Bonaparte no era todavía el emperador, así que al
Directorio (el gobierno de Francia en plena Revolución) le pareció genial que
se fuera a Egipto, con tal de mantenerlo lejos.
Napoleón ante la Esfinge, de Jean-León Gérôme.
Pero no solo se dedicaban a la
guerra. Llevaron científicos con ellos, e incluso crearon una institución para
estudiar el antiguo Egipto, el Institut
d'Égypte. En julio de 1799 llegaron a un pueblo llamado Rashid, que ellos
llamaron Rosetta, y se pusieron a construir un fuerte. Excavaban, cortaban,
amontonaban… En un momento dado, un teniente llamado Pierre-François Bouchard
se dio cuenta de que una de las enormes piedras que habían desenterrado tenía
unas inscripciones por un lado. La llevaron al Institut, e incluso el propio Napoleón la examinó. La inscripción
tenía tres partes. La superior estaba en jeroglíficos; la central, en escritura
demótica; y la inferior, en griego antiguo.
La Piedra Rosetta. Se pueden ver los tres textos, y que le falta un buen cacho. (Fuente).
Los expertos pronto dedujeron que
se trataba del mismo texto escrito en diferentes lenguas. Se hicieron copias
del texto y se mandaron a Francia, donde empezaron a estudiarse. Todo estaba
preparado para llevarse la piedra a Francia… cuando la guerra volvió. Los ingleses
derrotaron a las tropas napoleónicas y se quedaron todas las antigüedades que
habían encontrado. La roca fue trasladada a Inglaterra, presentada al rey Jorge
III y, desde 1802, expuesta en el Museo Británico. Que es donde sigue hoy en
día.
Todos eran conscientes de su
incalculable valor, pero la cuestión era: ¿qué ponía en la piedra? Desde el
final del Imperio Romano, nadie había descifrado nunca la lengua y la escritura
egipcia. En 1802 se terminó de descifrar el texto en griego, y más o menos al
mismo tiempo se descubrió que el texto central estaba escrito en demótico, algo
muy poco estudiado aún. Pero quedaba por hacer lo más gordo: conseguir descodificar
los jeroglíficos. Y aquí llega la gran ironía. Los ingleses arrebataron la
piedra a los franceses, pero fue un francés el que se llevó la gloria de
descifrarla.
Si hubiera sabido que iba a ser famoso se hubiera peinado. (Fuente).
Jean-François Champollion era un
profesor de la Universidad de Grenoble. Acérrimo admirador de Napoleón, al que
conoció cuando este volvió de su primer destierro, dedicó su vida a descifrar
los jeroglícos, algo que su hermano ya había intentado. El 14 de septiembre de
1822 entró corriendo al despacho de su hermano gritando Je tiens l'affaire! (¡Lo tengo!) y se desmayó. Esta escena propia
de telenovela ocurrió porque había identificado la mayor parte de los nombres
propios que aparecían en la inscripción. Gracias a eso, pudo descifrar el texto
completo, y desde entonces se le considera el padre de la egiptología.
¿Pero qué demonios decía la
piedra?, estaréis pensando. Pues resulta que el texto era un decreto publicado en
el año 196 antes de Cristo, y hablaba de la coronación del faraón Ptolomeo V y
del nombramiento de varios de sus sacerdotes en la ciudad egipcia de Menfis. No
se conoce exactamente el texto al completo porque la estela está rota, le falta
un buen trozo de la parte superior y del lado izquierdo. Si tenéis curiosidad, podéis leer una traducción aproximada aquí. El texto más
incompleto es el jeroglífico, que solo tiene catorce líneas, y todas están
incompletas. El texto demótico tiene treinta y dos líneas, catorce de ellas
incompletas, mientras que el griego tiene cincuenta y cuatro líneas, de las
cuales solo hay completas veintisiete. La piedra mide 112 centímetro de alto y
75 de ancho, y pesa unos 760 kilos. Se calcula que, cuando estaba completa,
medía unos 150 centímetros de alto.
Sería más o menos así. (Fuente).
Durante más de 200 años, la
Piedra Rosetta ha permanecido en el Museo Británico. Al principio, en una
peana, pero como los visitantes la tocaban y la dejaban hecha un asco, la
cambiaron a una vitrina que la protegía más. Solo ha salido del museo dos
veces: durante la I Guerra Mundial, cuando la llevaron a un refugio para
protegerla de los bombardeos; y en 1972, cuando fue trasladada al Museo del
Louvre, en París, para conmemorar el 150 aniversario de su descifrado.
La Piedra Rosetta es un auténtico
símbolo para la ciencia y la lingüística. Tal ha sido su importancia, que su
nombre se ha utilizado muchas veces para designar descubrimientos importantes
en campos tan diferentes como la biología, la astronomía o la informática. Y
todo gracias a que Napoleón quería hacerle la puñeta a los ingleses.
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